lunes, 21 de abril de 2008

Yo lo aprendí del río, a tí también te lo enseñará. El río lo sabe todo y todo se puede aprender de él. Mira, ya te has enterado por el agua de que es necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar la profundidad.
Hermann Hesse, “Siddharta”

Hace exactamente ocho días se cumplieron 25 años desde el terremoto que el 31 de marzo de 1983, a las 8:15 de la mañana, destruyó a Popayán, mi ciudad en Colombia. Ese evento dividió en dos la historia de la ciudad y de cuantos formamos parte de ella: ADT (antes del terremoto) y DDT (después del terremoto).

Los 18 segundos que duró el sacudón principal, marcaron mi primer contacto con ese campo de la actividad humana que hoy se denomina gestión del riesgo o gestión del riesgo de desastre y que, en ese entonces, se limitaba, de manera exclusiva, a fortalecer la capacidad de una sociedad, y especialmente de sus autoridades y organismos de socorro, para responder a una emergencia “súbita” e “inesperada”.

El terremoto de Popayán puso, por primera vez, el tema de los desastres en la agenda nacional. No mucho tiempo antes, el 12 de diciembre de 1979, un maremoto y un tsunami habian azotado a la ciudad, también colombiana, de Tumaco, frente a la cual, en 1906, se registró uno de los más fuertes terremotos de la historia. Pero por razones que no viene al caso explicar ahora, ese evento y sus consecuencias, no conmocionaron de la misma manera a los habitantes de Colombia, ni generaron la misma movilización nacional e internacional que se desató con el terremoto de Popayán.

Tres tipos de profesionales ejercían derechos exclusivos de propiedad sobre el tema de los desastres, llamados entonces (y todavía), “naturales”: los geólogos y sismólogos, los ingenieros estructurales, y los integrantes de los organismos de socorro. Quienes nos movíamos en otras áreas del que-hacer social estábamos relegados a la condición de espectadores.

Yo, personalmente, tenía la fortuna de ser, desde 1978, el Director Regional del SENA, una institución del gobierno colombiano encargada de la formación profesional o “para el trabajo productivo”, de distintos actores y sectores de la sociedad colombiana. Por las características del Cauca (el Departamento cuya capital es Popayán), nuestros interlocutores eran principalemente comunidades de las zonas urbanas y rurales, muchas de la cuales resultaron directamente afectadas por los efectos del sismo.

No habían pasado muchas horas desde la ocurrencia del terremoto, cuando mucha gente, con sus precarios conocimientos y recursos, comenzó a reconstruir sus viviendas. En el SENA, donde no teníamos experiencia alguna en temas relacionados con desastres, pero sí más de 25 años de historia en capacitación de trabajadores y en acompañamiento a comunidades de base, nos dimos cuenta de que, en ese momento, nuestra función debía ser apoyar a la gente para que, si con sus propias manos, iban a reconstruir sus viviendas, lo hicieran de manera adecuada.

Tampoco sabíamos mucho en el SENA del Cauca sobre construcciones “anti-sísmicas”, o más propiamente: sismorresistentes, pero mi papá, que en ese momento trabajaba con la OIT en Centroamérica, me envió una cartilla sobre el tema elaborada en Nicaragua después del terremoto de 1972, y recibimos el apoyo de los instructores de construcción del SENA de otras regiones del país y de una institución internacional que, para ese efecto, contrató la AID. (La primera versión del Código Colombiano de Construcciones Sismorresistentes solamente se publicó en 1984, precisamente a raiz del terremoto de Popayán).

Para muchas de las personas aquí presentes resultarán familiares los nombres de Intertect y de Fred Cuny. Quiero aprovechar para rendir aquí un homenaje a su memoria. El paso relativamente fugaz de Cuny y de su equipo por Popayán, no solamente nos enseñó a construir casas capaces de aguantar los terremotos, sino que nos dejó lecciones inolvidables sobre el valor y la eficacia de la sutileza, del acompañamiento silencioso y del bajo perfil que debe asumir un consultor externo, cuando las circunstancias lo ponen en medio de comunidades en crisis. Entre esas lecciones, se destaca la importancia (nada obvia) de fortalecer los “coping mechanisms” o “mecanismos de superación” que poseen esas comunidades, en lugar de suplantarlos con intervenciones aplastantes procedentes de afuera; de un exterior que comienza en los límites mismos, lejanos o cercanos, de la comunidad a la que pertenecen quienes han sido afectados.

Cuando Cuny estuvo en Popayán no había publicado todavía su libro “Disasters and Development” (que luego yo tuve la fortuna de traducir), ni sabíamos que lo había escrito ni que estaba en la imprenta. Pero el contenido del mismo ya se presentía cuando, luego de retirarse este consultor, nos dábamos cuenta de lo mucho que había influido en nosotros su quite support. (Buscando en el diccionario la manera correcta de escribir esta última palabra, me encuentro una magnífica definición: to endure bravely or quietly).

Mientras en el SENA regional, con el apoyo de la Dirección General, que también vale la pena recordar y destacar[1], nos redefiníamos totalmente como personas, como funcionarios y como institución, con el fin de responder a los retos que generaba el desastre, comenzamos a hacernos –y a hacerles a los demás- una pregunta que en ese momento parecía casi ridícula, dadas las características del terremoto que desencadenó el desastre.

La pregunta era: ¿Por qué se cayó Popayán?

Tras el atrevimiento intelectual que revelaba la formulación de esa pregunta, se encontraba la influencia perversa de Ian Davis, en cuyo libro “Shelter after Disaster”, que cayó a nuestras manos en los días siguientes al terremoto, encontramos por primera vez la afirmación (no recuerdo ahora si implícita o explícita) de que los desastres no son naturales.[2]

Dicen que de una pregunta tonta no se puede esperar sino una respuesta igualmente tonta, y de hecho, al formularla, lo común era que nos contestaran: ¿Y es que vos no sentiste el temblor?

Sin embargo, con los aportes de muchísima gente, de muchas disciplinas y procedencias distintas, que de alguna manera también se estaba preguntando lo mismo, comenzamos a entender que el terremoto necesitó de una enorme cantidad de esos que los abogados penalistas denominan “cómplices necesarios” para producir esa enorme destrucción. Y que si bien entre esos cómplices se encontraban la ausencia de tecnologías sismo-resistentes en las construcciones modernas y las múltiples reformas que a lo largo de los años habían sufrido las edificaciones coloniales, y que les habían quitado capacidad para resistir el sacudón, no eran estos factores estructurales los únicos que se confabularon con el terremoto para producir el desastre. Existían muchísimas razones de orden económico (a veces ligados con la pobreza pero otras veces con la afluencia de recursos que no se invirtieron de manera adecuada), de orden organizativo, de orden político, de orden institucional, de orden ecológico y de orden ideológico y cultural, que explicaban por qué, en ese momento, estábamos viviendo un desastre.

De allí surgió el concepto de “vulnerabilidad global” que después, particularmente luego del paso del huracán Mitch por Centroamérica, y gracias al entusiasmo generoso de Allan Lavell, entró a formar parte del imaginario colectivo de quienes trasegamos el mundo de la gestión del riesgo.

En un ejercicio intuitivo de eso que mi compatriota Orlando Fals Borda denomina “investigación-acción participativa”, a medida que acompañábamos a hombres y a mujeres de los sectores populares en su empeño de construir o reconstruir sus viviendas y de descubrir nuevos nichos ocupacionales, fuimos dilucidando algunas claves de lo que, posteriormente, nos ha permitido realizar algunos aportes a la construcción de una “filosofía de los desastres”.

Así por ejemplo, nos dimos cuenta de que si bien en un principio, la reconstrucción de las casas físicas constituía el objetivo principal de todo ese proceso en el cual estábamos empeñados, tanto para nosotros como institución pública, como para las comunidades directamente afectadas, al final esa casa reconstruida se convertía exclusivamente en un subproducto útil del proceso, pero el resultado principal era la transformación humana, individual y colectiva, de quienes estábamos formando parte del mismo: la madre cabeza de familia que nunca antes había pegado un ladrillo y que se daba cuenta de que era capaz de construir su propia casa y ayudar a construir la de sus vecinos; la comunidad que descubría, en sí misma, un potencial que a lo mejor ni siquiera había sospechado; la entidad del gobierno y sus funcionarios, que comenzábamos a entender qué significaba realmente aquello de la “participación comunitaria”… y que disfrutábamos de la oportunidad excepcional de desmontar y rearmar totalmente una institución pública, para colocarla al servicio de un proceso atrevido y hasta entonces inédito.

Entendimos, entonces, que la autoconstrucción era una forma de alquimia, ese arte en el cual, mientras el alquimista manipula en el crisol metales como el plomo y el mercurio con el fin de convertirlos en oro, se produce en él mismo una transformación tan importante, que al final el oro pasa a ser solamente un subproducto del proceso (que a lo mejor le ayuda a pagar algunas de las deudas contraídas durante el mismo), pero la Gran Obra es realmente esa transformación espiritual-humana. Las mutaciones que experimentaban los metales en el crisol se convertían, entonces, en metáforas de las que hacían del alquimista un ser humano “superior” a ese que era él mismo al comenzar el proceso.

En esa experiencia aprendimos, también, la capacidad y la eficacia que tienen las metáforas para transformar la realidad, posiblemente no de manera directa, sino en la medida en que nos transforman a nosotros, o en que transforman nuestra manera de entender y de relacionarnos con el mundo. Cualquier palabra es “mágica” en la medida en que, directa o indirectamente, sea capaz de cambiar la realidad, o de facultarnos para transformarla.

Esas lecciones las extiendo hoy a todo el conjunto de herramientas conceptuales, metodológicas, políticas, científicas, económicas y técnicas que conforman la gestión del riesgo y que, en mi concepto, son (o deberían ser) las mismas con que los seres humanos enfrentamos o nos preparamos para enfrentar los retos del cambio climático, o mejor aún: del cambio global.

Como bien sabemos, los desastres (desencadenados por fenómenos de origen natural o tecnológico) existen en el mundo desde mucho antes de que se hablara de cambio climático: han existido desde que los seres humanos existimos en el planeta Tierra, pero efectivamente se han agudizado en cantidad, en complejidad y en destructividad, en las últimas décadas, como consecuencia y evidencia de que los rumbos hacia donde nos está conduciendo la forma predominante de eso que llamamos “desarrollo”, nos están haciendo cada vez menos capaces de convivir armónicamente con las dinámicas naturales del planeta.

De un planeta que es cada vez menos un “escenario neutral” de las aventuras humanas, para convertirse en un “actor activo” (valga la redundancia), que expresa sus inconformidades con absoluta claridad y de manera explícita.
La alquimia se fundamentaba en esa concepción predominante en la Edad Media, según la cual el individuo no era totalmente independiente de su ambiente, sino su extensión o, mejor, su “condensación” en el espacio y el tiempo. Individuo y ambiente formaban una unidad indisoluble, de la misma manera que, en esa etapa del desarrollo de los bebés que los sicólogos llaman “narcisismo primario”, no existe una diferencia tajante entre la madre y el bebé, sino que cada uno se siente y actúa como parte del otro. De allí que la manipulación de los metales en el crisol pudiera ejercer en el “operador” un efecto cuántico paralelo.

Esto lo expresa bellamente Fritjof Capra en su libro “The Tao of Physics” cuando habla de “the feeling of oneness with the surrounding environment” (el sentimiento de unidad con el entorno circundante), y lo reafirma, precisamente, al penetrar en los misterios de la física cuántica, cuando explica que las propiedades de una partícula solamente se pueden entender en términos de su actividad -de su interacción con el entorno- como consecuencia de lo cual esa partícula no puede ser vista como una entidad aislada sino como parte inseparable de un todo.”

Una aplicación práctica de este principio, aún la escala en que se desarrollan los procesos humanos, es que al igual que cualquier alteración del todo significa una transformación de las partes que lo conforman, así mismo, la acción de y sobre las partes (en este caso individuos y comunidades humanas o, por ejemplo, un ecosistema o una cuenca), también tiene la capacidad de influir sobre el todo. A quienes califiquen –o descalifiquen- estas afirmaciones como meramente “poéticas”, debemos recordarles que una de las principales herramientas con que contamos para llevar a cabo la gestión del riesgo, tal y como aquí la entendemos, es la capacidad poética de los seres humanos.

Desde que la Vida apareció sobre la Tierra, hace aproximadamente 4.000 millones de años, los seres vivos no solamente hemos transformado el entorno de donde surgimos, sino que nos hemos visto en la necesidad de adaptarnos a los efectos de esas transformaciones que nosotros mismos hemos provocado, algunos de los cuales, como la irrupción masiva del oxígeno gaseoso en la atmósfera, desde hace unos 2.000 millones de años, como subproducto de la invención de la fotosíntesis, significó la extinción para millones de especies que no supieron adaptarse. El oxígeno gaseoso siempre había estado allí, en la atmósfera primitiva, como resultado de procesos fotoquímicos, pero fue la Vida misma, a través de las antecesoras directas de las plantas verdes, la que se encargó de incrementarlo hasta niveles nefastos para los organismos anaeróbicos. La Vida, entonces, tardó varios millones de años en coevolucionar hasta adaptarse a esas nuevas condiciones de existencia, para lo cual pagó el altísimo precio de la extinción de múltiples especies.

Dos mil millones de años después, la sociedad humana se enfrenta a un reto parecido. Nuestro modelo de desarrollo, que depende de la extracción intensiva de la energía encerrada en combustibles fósiles, como el carbón y el petróleo, está incrementando, de manera creciente, la proporción de gas carbónico en una atmósfera cuya composición “ideal” durante una etapa determinada de la evolución del planeta era (y todavía es) el resultado de varios millones de años de concertaciones implícitas entre los seres que conformamos la biosfera, y con el resto de “sistemas concatenados” de la Tierra (litósfera, hidrósfera,etc), con el objeto de determinar la manera de captar, de distribuir y de utilizar la energía procedente del Sol.

La contundencia de los efectos del cambio climático, y de otros procesos planetarios, como el deterioro de la capa de ozono (que representa el retroceso de otro de los logros que alcanzó la vida hace también, aproximadamente, 2.000 millones de años) confirman unas alertas que desde hace varias décadas, venían lanzando los ambientalistas; alertas que hasta hace poco eran tachadas como “terrorismo ecológico”. A los que, por decir algo, 20 o 30 años atrás, se atrevían a cuestionar el modelo de desarrollo por considerar que estaba poniendo en peligro nuestra permanencia en el planeta, les daban garrote física o metafóricamente. Hoy les dan el Premio Nobel de la Paz. No en vano alguien afirma que la experiencia es ese peine o peineta que nos da la vida cuando ya no nos queda pelo en la cabeza.

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Decíamos atrás que frente la crisis generada por la irrupción del oxígeno gaseoso en la atmósfera, la Vida contó con varios cientos de millones de años como principal recurso para la adaptación a las nuevas condiciones planetarias, y se pudo dar el lujo de la extinción de muchísimas especies que ni evolucionaron (como nuestras ascendientes que aprendieron a respirar), ni pasaron a la clandestinidad, como aquellas que se refugiaron en lugares carentes de oxigeno.

De continuar como viene, el incremento del CO2 y de otros de los llamados gases de efecto invernadero, las condiciones de existencia en el planeta se van a hacer muy difíciles para los seres humanos. La Tierra, y la Vida en la Tierra, se pueden dar el lujo de seguir adelante sin nosotros (ya evolucionarán nuevas especies para ocupar los nichos que eventualmente dejemos libre los humanos), pero, como especie, la sociedad humana no cuenta con millones de años para adaptarse, ni podemos ni queremos darnos el lujo de nuestra propia desaparición, ni el de la extinción de las demás especies que no solamente comparten con nosotros la Tierra, sino de cuya existencia, estabilidad y diversidad, dependemos para podernos mantener en el planeta.

Tenemos, sí, una herramienta con la cual no contaban nuestras antepesadas de hace 2.000 millones de años: la Cultura (entendida como el conjunto de huellas de nuestro paso por la Tierra y como todos los aprendizajes que hemos adquirido mientras dejamos esas huellas). Esa misma Cultura que ha producido el modelo de desarrollo que está alterando de manera tan contundente las condiciones del planeta, tiene el reto de, en muy poco tiempo, entregarnos nuevas fórmulas de concertación –esta vez explícitas y con unos objetivos éticos determinados- entre la especie humana y los demás componentes de la Tierra.

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Sobre “aguaceros” y “goteras”[3]

Quiero acudir aquí a dos términos con los cuales he venido trabajando en los últimos meses, especialmente desde que comencé a explorar los territorios comunes entre la gestión del riesgo y el cambio climático, para darme cuenta de que, realmente, estamos trabajando en un único territorio del saber y del hacer humanos, y de que el uso de términos especializados o de las misma palabras, pero con significados diferentes, genera confusiones y fortalece territorialidades que, en últimas, afectan el cumplimiento de la responsabilidad social que poseemos quienes “pertenecemos” (entre comillas) a un campo o al otro. A veces nos trenzamos en grandes discusiones idiomáticas (idiotas y maniáticas), y dejamos de lado la comprensión de los procesos que importan.

Las palabras “aguaceros” y “goteras”, en cambio, no solamente nos permiten identificar más fácilmente la esencia de los problemas que nos preocupan y ocupan, sino que además, facilitan la “des-especialización” y nos acercan a las comunidades que, si bien, posiblemente, se amedrentan ante términos como “amenaza” o “vulnerabilidad”, “mitigación” o “adaptación”, se sienten tranquilas y confiadas ante estas otras dos palabras, que son de uso cotidiano y con las cuales, y con lo que ellas representan, muy seguramente están familiarizadas (en especial en temporadas de lluvias).

Recordemos que uno de nuestros deberes es contribuir a que la gente común y corriente reconozca, valore y aplique lo mucho que ya sabe. A que la gente sepa que sabe.

Por “aguaceros” vamos a entender todos aquellos procesos o eventos que representan un peligro para un territorio. Es decir, para las comunidades y los ecosistemas que interactúan en un determinado espacio y tiempo, para conformar eso que llamamos territorio.
Y por “goteras” vamos a entender todo el conjunto de factores que le quitan al territorio capacidad para absorber sin traumatismos los efectos de los aguaceros (resistencia) o para recuperarse de manera oportuna y adecuada de los efectos de los mismos (resiliencia).
Sabemos que, como consecuencia del cambio climático, no solamente ocurrirán en el futuro, sino que ya están ocurriendo, más y más intensos “aguaceros”, que someterán a nuestros “techos” a nuevos y más exigentes esfuerzos.

Pero también sabemos que, hoy por hoy, son tan grandes las “goteras” que nos afectan, que aún el “aguacerito” normal, el de siempre, el que forma parte de la variabilidad climática y que antes constituía una bendición, hoy puede causar un gran desastre.

Es necesario, por supuesto, dedicarle a la reducción del “aguacero” toda la atención y todo el énfasis que se merece, pero sin olvidarnos de que, en especial para los que hemos sido bautizados como “países en desarrollo”, que contribuimos a la agudización de los “aguaceros” de manera relativamente menor, en comparación con los países desarrollados, el énfasis debe centrarse en tapar las “goteras” (y en detener procesos como la deforestación, que contribuyen simultáneamente a agrandar las “goteras” y a agudizar los “aguaceros”).

Muchos de los desastres que afectan a nuestros países, y que hoy se atribuyen al cambio climático, pero que ayer se atribuían -o se atribuirán mañana- al El Niño o La Niña, igualmente hubieran ocurrido con o sin la ocurrencia de estos procesos hidrometeorológicos de carácter global, simplemente porque nuestros territorios han venido perdiendo, poco a poco, su capacidad para convivir con las dinámicas de la naturaleza… con los “aguaceros” normales y, por supuesto, con los excepcionales.

Como también han perdido –hemos perdido- la capacidad para convivir sin traumatismos con las dinamicas de una humanidad cada vez más abundante y más compleja. Recordemos que al hablar de “aguaceros” no solamente nos referimos a las lluvias, sino a todos aquellos procesos o eventos que puedan significar un peligro para los territorios. Una guerra, un tratado de libre comercio en condiciones inequitativas, una recesión de las economías dominantes, pueden constituir para nuestros territorios, “aguaceros” mucho más peligrosos que un huracán, un terremoto o un tsunami.

Sin renunciar, entonces, a las responsabilidades que nos competen en cuanto a la reducción de los “aguaceros”, debemos centrar nuestro énfasis en corregir las “goteras”. Esto es, en fortalecer las capacidades de resistencia y de resiliencia de nuestros territorios (ecosistemas + comunidades) no solamente frente a las dinámicas de la naturaleza, sino también a las de origen humano.

Entre otras razones, porque hoy sabemos bien que, aún cuando todos los países del mundo, y en particular los grandes emisores de gases invernadero, acordaran y cumplieran su compromiso de reducir esas emisiones, los efectos de esos gases que ya están en la atmósfera, perdurarán todavía durante por lo menos dos generaciones humanas.
No podemos cerrar las “goteras” que nos exponen a los “aguaceros”, solamente pensando en los intereses de los seres humanos y, mucho menos, de algunos pocos sectores de la sociedad humana.

Ni tampoco podemos cerrarlas con las mismas lógicas prepotentes que durante varias décadas las han abierto y profundizado. Lógicas que solamente aceptan un tipo de razón lineal y que descartan otras formas de actuación, de pensamiento y de conocimiento. Si la Cultura es la herramienta con que contamos ahora (de la cual forman parte la gestión del riesgo y la gestión del cambio climático), necesariamente deberá re-abrirles la puerta a otras lógicas que durante siglos han sido relegadas por cuenta del llamado “pensamiento occidental” y de su aparente éxito.

Esto que estoy afirmando no tiene nada de novedoso y se viene promulgando, por lo menos, desde los años 60 del siglo pasado. Lo que debemos reconocer es que, hasta el momento, a esa forma no lineal de pensar y de actuar, le ha faltado eficacia en cuanto a su capacidad para enfrentar los más apremiantes problemas de la humanidad actual; posiblemente, dirá alguien, porque no ha tenido oportunidades para demostrar la validez de sus propuestas.

De ser así, debemos manifestar que es necesario crear esas oportunidades. Hacer que se tome los territorios de la crisis, que hoy son, sin excepción, todo el planeta. Reconozcamos que muchísimas veces, los mismos que desde la marginalidad predican la necesidad de un nuevo pensamiento, cuando las circunstancias los llevan al poder actúan, exactamente, de la misma manera que lo venían haciendo quienes los precedieron en los cargos. A veces manteniendo un “discurso de exportación” que niegan con sus decisiones en la práctica. Actuando según lógicas exclusivamente antropocéntricas y lineales, que reeditan los modelos “derrotados” e ignoran las dinámicas planetarias.

Cuando se analizan la magnitud y la complejidad de los problemas de un planeta con más de 6.600 millones de habitantes humanos, entre los cuales existen enormes inequidades que mantienen a un gran porcentaje de ellos bajo los límites de la pobreza y la indigencia; con unos procesos de cambio climático irreversibles en el corto y mediano plazo, que necesariamente nos obligarán a redefinir la esencia misma de nuestra condición humana y de nuestras relaciones con la Tierra; cuando nos encontramos con una especie humana que entiende el “desarrollo” como la necesidad compulsiva de crecer sin límites y de manera parasitaria, aún al precio de destruir las condiciones que nos permiten permanecer en el planeta, pensamos que lo único capaz de liberarnos de un futuro apocalíptico, sería un verdadero Milagro.

Por eso, si por allá en los años 60 o 70 del siglo XX, la escritora Barbara Ward afirmaba que “tenemos el deber de la esperanza” (frase que ha sido complementada por otros que afirman, acertadamente, que también “tenemos el deber de la acción”), nosotros vamos a decir aquí que tenemos la obligación de realizar ese Milagro.

No puede haber verdadera gestión del riesgo –o gestión radical del riesgo, como la hemos llamado en otra parte[4], para enfatizar la necesidad de llegar hasta las raices mismas de los riesgos- si no somos capaces de apuntarles a esas transformaciones profundas, no sólo cuantitativas sino especialmente cualitativas, que desde la óptica lineal serían calificadas como imposibles, y cuya ocurrencia recibiría el nombre de “Milagro”.

¿Ejemplos de esas transformaciones? Todas las que constituyen y han constituido, desde sus orígenes mismos, la esencia de la Vida, comenzando por la evolución de unos seres unicelulares que hace un poco menos de 4.000 millones de años aprendieron a intercambiar materiales, energía e información con el medio, hasta llegar a generar el cerebro humano y, en general, el organismo humano, reconocido (hasta donde sabemos) como la estructura más compleja de todo el Universo; compuesto por trillones de células interconectadas entre sí y capaces de reflexionar sobre sí mismas y sobre la esencia del Cosmos. Pero al mismo tiempo, capaces de las peores y más inconcebibles atrocidades, como la tortura, el secuestro o la guerra.

Ese Milagro que se encarna en cada ser humano, se repite varios millones de veces al día, cada vez que un nuevo ser recorre en el vientre materno, en cámara rápida, en un tiempo promedio de nueve meses, todo ese proceso que condujo desde el ser unicelular hasta llegar a nosotros.

Es el Milagro de la Vida que permite que en este planeta existan seres, emparentados bioquímicamente con nosotros, capaces de existir en condiciones de temperatura, de acidez, de presión o de salinidad tan extremas, que reciben el nombre de “extremófilos”.
En 1998, en un intento por definir el significado de ser suramericano, escribía lo siguiente:

Nosotros somos la tentativa fallida de encerrar la vida en un orden importado. Nosotros somos la vida surgiendo a la fuerza por entre las costuras de la historia. Nosotros somos la vida convertida en mil veces mil especies y en mil veces mil ardides para oponerse a las adversidades. Nosotros somos la vida que gana la partida en aguas imposibles saturadas de azufre y en barrios tuguriales en las grandes ciudades.

Nosotros somos las posibilidades de la vida en contra de todas las evidencias aniquiladoras y la obligación de hacer conscientes esas posibilidades. Nosotros somos el reto ineludible de conocernos y reconocernos; de reconstruir nuestros caminos olvidados a partir de los fragmentos dispersos en la geografía y en el tiempo. Nosotros somos la necesidad imperativa de la convivencia entre nosotros mismos y con las demás especies y procesos que comparten con nosotros este trozo de planeta. Nosotros somos el deber de comprender y asumir que somos menos americanos y menos dignos y menos viables como seres humanos, cada vez que en nuestro continente desaparece un dialecto o una cultura o una leyenda o una especie animal o vegetal o una mancha de bosque o un ojo de agua.

* * *

Volvamos a lo que afirmábamos hace algunos párrafos, en el sentido de que la Vida contaba antes –en sus orígenes o hace 2.000 millones de años- con enormes cantidades de tiempo para alcanzar eso que aquí hemos denominado “el Milagro”, y que podía darse el lujo de la extinción de aquellas especies para las cuales ese Milagro no operaba. Nosotros los seres humanos, también lo decíamos, ni tenemos ese tiempo ni podemos ni queremos darnos ese lujo.

¿Cómo hacer, entonces, para generar las condiciones que permitan, que en tiempo real, se produzca el Milagro?

Personalmente no pretendo poseer una respuesta, pero sí algunos atisbos para encontrarla. El principal ingrediente del Milagro es eso que Albert Schweitzer llamaba “VOLUNTAD DE VIDA”:

Todo verdadero conocimiento se convierte en vivencia- escribe Schweitzer. Yo no conozco la esencia de los fenómenos, pero llego a comprenderla por analogía con la VOLUNTAD DE VIDA que existe en mí. Es así que el conocimiento del mundo se transforma en mí, en vivencia del mundo. El conocimiento necesario a esta vivencia me llena de respeto ante el misterioso deseo de vida que alienta en todo. Instándome a pensar, y llenándome de asombro, me eleva cada vez más hacia la altura del respeto por la vida.

La verdadera filosofía debe surgir de los datos concretos de la consciencia de existir, los más directos y más comprensivos de la consciencia de la existencia. Esta consciencia nos dice: soy vida con anhelo de vivir, en medio de la vida que anhela vivir. No se trata aquí de una frase rebuscada. A cada instante, su sentido se renueva en mi espíritu. Así como en mi deseo de vivir existe un anhelo hacia la vida trascendente, y hacia esas misteriosas alturas del afán de vivir que se llaman placeres, y al mismo tiempo un terror de la aniquilación por ese misterioso enemigo de la VOLUNTAD DE VIDA que se llama dolor; del mismo modo reconozco esas tendencias en la VOLUNTAD DE VIDA que me rodea, ya se expresen de manera comprensible, ya permanezcan mudas. La ética consiste por lo tanto en esto: en vivir de acuerdo con la obligación de hacer concurrir en el mismo respeto por la vida toda VOLUNTAD DE VIDA con la vida propia.

Frente a los retos actuales y futuros que debe afrontar la humanidad actual, cuando la gestión del riesgo definitivamente ha dejado de ser un conjunto de actividades, de recursos y de técnicas para enfrentar “lo excepcional”, para convertirse en una forma ineludible de “gestión de lo cotidiano”, donde lo normal es la anormalidad y lo anormal es lo normal, quienes actuamos con esa bandera debemos aprender a descubrir, a activar, a dinamizar y a confabularnos con esa VOLUNTAD DE VIDA, que es la única capaz de operar el Milagro.
Desde hace muchos siglos existen, por supuesto, antecedentes en ese sentido; quizás uno de los más concretos está en la acupuntura y, en general, en las llamadas medicinas alternativas.

Después de ocurrido el terremoto del río Páez, en la región indígena de Tierradentro, en el suroccidente de Colombia, como resultado del cual se destruyeron 40.000 hectáreas de suelos, se produjeron 3.002 deslizamientos que provocaron una avalancha que en algunos lugares alcanzó 70 metros de altura y que cobró la vida de más de 1000 seres humanos, más de 30.000 personas perdieron sus viviendas o de una u otra manera quedaron afectadas, y unas 8.000 personas debieron reubicarse fuera de la zona de desastre, nos correspondió definir una estrategia para acompañar el proceso de recuperación de los ecosistemas y de las comunidades afectadas, en una zona que, además, y desde mucho tiempo antes de ocurrir el desastre, se caracterizaba por ser el escenario de múltiples conflictos de todo tipo, incluyendo los inter-étnicos y los religiosos. En ese momento, en “pequeño”, la única apuesta posible era el Milagro.

Cuando definimos los “Principios Orientadores” de la institución que creó el Gobierno de Colombia para acompañar ese proceso, incluimos el siguiente:

Todos los seres vivos, incluyendo las comunidades humanas y sus ecosistemas, poseen "mecanismos de superación" que les permiten transformarse creativamente como resultado de las crisis. La Corporación NASA KIWE entiende su propia función y la de los distintos actores externos que intervienen o intervendrán en la zona de desastre, como el papel que cumplen las medicinas biológicas sobre los organismos afectados por alguna dolencia: no sustituyen el sistema inmunológico que le permite al organismo enfermo asumir el protagonismo de su proceso curativo, sino que lo fortalecen a través de estímulos de energía que el mismo organismo se encarga de procesar según sus propias carencias y necesidades. Esos estímulos de energía, representados en este caso por los aportes económicos, metodológicos o técnicos que realicemos en la zona los actores externos, deben reconocer en las distintas expresiones de la cultura de las comunidades locales, la columna vertebral de su sistema inmunológico y de sus posibilidades creativas.[5]

Cito lo anterior, que seguramente muchas de las personas que me escuchan ya conocen, simplemente para sustentar, en experiencias reales, las afirmaciones de este discurso, y para reafirmar la convicción de que ni la gestión del riesgo ni la gestión del cambio climático pueden intentar intervenir eficazmente de manera convencional sobre los territorios del mundo.

Quienes nos dedicamos a estas actividades debemos aprender a poner nuestras agujas de acupunturistas y a identificar los puntos adecuados para ponerlas, de manera tal que, efectivamente, sean capaces de activar y de ayudarle a abrirse camino, a la VOLUNTAD DE VIDA de los territorios, de las comunidades y de los ecosistemas con los cuales interactuamos.

En escenarios de cada vez mayor incertidumbre, como los que hoy parecen dominar al futuro, solamente la Vida misma, y por sí misma, podrá ir indicando, paso a paso, cuál es el camino correcto. Resulta inútil insistir en una planificación y en una intervención mecánica y lineal, cuando realmente formamos parte de procesos caóticos. Aquí es aplicable lo que en otra parte mencionábamos para la educación ambiental: la gestión del riesgo y la gestión del cambio climático no solamente deben ser interdisciplinarias, sino, sobre todo, indisciplinarias, porque la Vida es indisciplinaria… y aquí de lo que se trata es de resonar con la Vida.

Necesitamos propiciar verdaderos diálogos de saberes y verdaderos diálogos de ignorancias, que nos permitan aprovechar lo mejor de la tecnología satelital, y lo mejor de, por ejemplo, los bioindicadores, con los cuales los amautas del altiplano andino mantienen una comunicación permanente con la naturaleza circundante. O los que manejan los tiemperos que dialogan con el volcán Popocatepetl. O los chamanes, yatiris, quiamperos, the’walas, jaibanás, machis, tachinabes y demás personas “elegidas” de una comunidad, que no solamente conocen a profundidad unas determinadas dimensiones del territorio del cual forman parte, sino que además poseen la capacidad de interactuar con esas dimensiones y con las fuerzas que predominan en ellas, muchas veces de maneras y con resultados que resultan inexplicables e inmanejables desde el punto de vista de la ciencia “occidental”.

Todo esto, repito, sin renunciar por ningún motivo a los aportes de la ciencia y de la tecnología modernas, lo cual nos conduciría a nuevas formas de arrogancia de saberes, en los extremos opuestos de la trayectoria del péndulo.

Aprender a poner las agujas de acupunturistas de la gestión del riesgo y de la gestión del cambio climático, y a identificar los meridianos y los puntos precisos de los territorios donde deben aplicarse, nos exige recuperar una serie de dones humanos relegados u olvidados, como el de la intuición (que ha venido a reivindicarse como forma de interacción con sistemas de alta complejidad, frente a los cuales el análisis convencional resulta agobiado y paralizado) y la compasión, o capacidad para compartir la pasión: para sentir en nosotros mismos lo que sienten el otro o la otra, que no necesariamente deben ser seres humanos, sino también, por ejemplo, una río o una montaña: seres o conjuntos de seres fuertemente dotados de esa VOLUNTAD DE VIDA que pretendemos movilizar con la gestión del riesgo.
No olvidemos mencionar la identidad, que podemos definir también como “el sentido del territorio”. Hablábamos arriba del “narcisismo primario” en virtud del cual la madre y el bebé se reconocen y se sienten como una unidad indisoluble, y del sentimiento equivalente que hacía que el habitante de la Edad Media se identificara orgánicamente con ese entorno del cual formaba parte.

Solamente lograremos esas nuevas concertaciones con las dinámicas de la naturaleza de que hablábamos antes, en la medida en que seamos capaces de construir o reconstruir nuestra identidad con un territorio que puede ser o la vereda rural, o el barrio urbano, o la ciudad, o el planeta entero. O todas estas escalas de manera simultánea. Cualquier proceso económico, social, político o cultural que conduzca a la pérdida de identidad, será causal de nuevas “goteras” y, en consecuencia, de mayores riesgos y desastres.
Me estaba olvidando de mencionar otro ingrediente esencial de la identidad que es la memoria. La pérdida de identidad y la pérdida de la memoria, que vienen a ser casi sinónimos, constituyen dos de los factores más críticos para la generación de riesgos y desastres, y para la incapacidad de recuperarse y para derivar lecciones útiles de ellos.

* * *
Hoy tenemos claro –y si no, debemos hacer que quede claro- que las consecuencias más traumáticas del cambio global no se van a expresar solamente en más y más intensos y complejos fenómenos hidrometeorológicos y oceánicos, sino en dinámicas sociales, como los desplazamientos masivos (una agudización y generalización del fenómeno de los refugiados ambientales que hoy ya es una realidad), o como la lucha por el control de los viejos y nuevos recursos estratégicos (entre los cuales estarán el silencio y la sombra), y por territorios que real o aparentemente ofrezcan mejores condiciones para ser habitados.
Estas dinámicas necesariamente generarán nuevos conflictos y agravarán los actuales. La gestión del riesgo y la gestión del cambio global deben reconocerse, desde ahora y sobre todo, como herramientas para la resolución pacífica de conflictos, lo cual tampoco se podrá llevar a cabo dentro de marcos convencionales.

Aquí no valen las tentativas de aplicar mecánicamente ese concepto que –de manera falsa se atribuye a Charles Darwin- de la “supervivencia del más apto” y mucho menos de la “supervivencia del más fuerte”. Porque los nuevos retos planetarios no solamente nos obligan a pensar como especie y no como individuos, sino, además, como integrantes de esa red de Vida que se llama la biósfera. Las vulnerabilidades de esos que resulten menos aptos, se difunden y se “redistribuyen” en esa red de vida, convirtiéndose en amenazas y en vulnerabilidades para los que se suponen menos débiles o menos expuestos.

Más que cualquier amenaza procedente de procesos naturales, agudizados o no por dinámicas humanas, el mayor peligro que se sigue cerniendo sobre la humanidad es esa expresa VOLUNTAD DE MUERTE que es la guerra. Hablo a nivel general, pero también, y muy expresamente, de la región en donde estamos.

Hace algunos años quedé de finalista en un concurso de teorías absurdas al que convocó la revista OMNI (hoy desaparecida, lo cual no me sorprende). Mi “entrada” afirmaba que el final de la guerra fría era una consecuencia del calentamiento global.

Realmente la afirmación era absurda, más que por su “explicación seudo-científica”, porque la guerra fría no ha terminado, sino que se ha redefinido y se han diversificado sus expresiones, intereses y actores.

Y como sucedía en el pasado, la guerra fría anda siempre en busca de escenarios locales o regionales para calentarse, en lo posible sin afectar directamente a quienes se lucran de ella. No voy a profundizar en este tema por razones de tiempo, y porque en días pasados con LA RED promovimos una “Declaración contra la Guerra desde la Gestión de Riesgo”, en la cuál afirmábamos que carece totalmente de sentido que algunos nos dediquemos a buscar la manera de reducir los riesgos y evitar los desastres, mientras otros se dedican a la muerte planificada. Ese documento, que fue firmado por varias decenas de personas de América, especialmente de Colombia, Ecuador y Venezuela, manifiesta que “si los Estados tienen la obligación irrenunciable de evitar los desastres para proteger la vida, la integridad, los bienes y las oportunidades de sus comunidades, con mayor razón tienen la obligación de impedir una guerra.”

El fantasma de la guerra no retrocederá ante las amenazas del cambio climático, sino que verá en ellas nuevas oportunidades para clonarse y beneficiarse, lo cual nos obliga a mantenernos alerta.
* * *

Ya casi para terminar, me aventuro a dejar sobre el tapete la siguiente propuesta de aproximación a la gestión del riesgo, para que meditemos sobre ella, la enriquezcamos y la dotemos de vida. Pienso que de alguna manera recoge el contenido de las reflexiones anteriores:

La gestión del riesgo es el conjunto de saberes, voluntades, capacidades y recursos físicos, económicos, tecnológicos, éticos, espirituales y de todo tipo, con que cuenta la Cultura -al igual que el conjunto de actividades que despliega una sociedad- con el fin de fortalecer la capacidad de las comunidades y de los ecosistemas que conforman su territorio, para convivir sin traumatismos destructores con las dinámicas provenientes del exterior o de su propio interior; al igual que para evitar o controlar la generación de procesos que puedan afectar la calidad de vida de esos mismos o de otros ecosistemas y comunidades.

La gestión del riesgo, en consecuencia, debe reconocerse, reclamarse y ejercerse como un derecho humano en sí misma, pero además, como el pre-requisito para que los demás derechos –empezando por el Derecho a la Vida- puedan ejercerse.

Hasta aquí mi tentativa de resumir en un par de párrafos, lo que creo que debe ser la gestión del riesgo (pienso que igualmente válido para la gestión del cambio global y/o del cambio climático).

Uno de esos recursos, quizás el principal para lograr el Milagro, es el amor.

No menciono esa palabra de manera gratuita, sino con la plena convicción de que, como afirma un estudioso de Giordano Bruno, “amor es el nombre que se otorga a la fuerza que asegura la continuidad ininterrumpida de los seres”, lo cual nos devuelve a los temas claves de la identidad, la compasión y la memoria.

Bien lo dice Silvio Rodríguez:

Debes amar
La arcilla que va en tus manos
Debes amar
Su arena hasta la locura
Y si no, no la emprendas,
Que será en vano
Sólo el amor
Alumbra lo que perdura…
Sólo el amor
Convierte en milagro el barro…

Me acojo a este grafiti que leí en un muro de Popayán, atribuido al cura Camilo Torres:

“El amor es eficaz o no es amor”

No solamente tenemos el deber del Milagro, sino que debemos imponernos la obligación de su eficacia.

Un abrazo. Muchas gracias.

El consorcio Provention es una coalición mundial de organizaciones internacionales, gobiernos, sector privado, organizaciones de la sociedad civil e instituciones académicas, cuyo objetivo es contribuir a incrementar la seguridad de las comunidades vulnerables y reducir el impacto de los desastres. Ofrece un espacio para el diálogo entre distintos actores y sectores con el objeto de establecer un marco orientador para la acción colectiva. La Secretaría de Provention tiene su sede en la Federación Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja.


[1] Aquí hay que hacer una mención especial de los nombres de Alberto Galeano y de Jaime Ramírez, respectivamente Director General y Subdirector de Política Social del SENA en esa época, y recordar el compromiso de todos los funcionarios y funcionarias del SENA del Cauca, al igual que del resto del equipo de la Dirección General y de todas las regionales del pais. Nuestro argumento desde Popayán, era que si como consecuencia del terremoto se había derrumbado la “normalidad” para la cual estaba diseñada la institución en el Cauca, no tenía sentido que el SENA (cuya sede principal en el Centro Histórico de Popayán también se había derrumbado), pretendiera permanecer incólume. En consecuencia, solicitamos suspender el Manual de Funciones de la Institución, transformar su estructura organizativa y suspender los programas normales de formación, para sustituirlos por otros específicamente diseñados para enfrentar los nuevos retos a través del acompañamiento a las comunidades y la capacitación de sus integrantes. La Dirección General nos otorgó la autorización para proceder en ese sentido y nos apoyó con decisión política y recursos económicos y técnicos, y creó las condiciones para que el SENA del país también nos apoyara con instructores de las distintas regionales y para que nos transfirieran cargos vacantes para vincular las personas adicionales que necesitábamos en la zona de desastre. La historia detallada de este proceso está en el libro “Herramientas para la Crisis: Desastre, Ecologismo y Formación Profesional”, escrito por el autor de estas páginas y publicado por el SENA en 1989. El artículo “La Vulnerabilidad Global” se publicó por primera vez como un capítulo de ese libro.

[2] El primer libro con ese título fue compilado y editado por Andrew Maskrey y publicado por LA RED en 1993. De alguna manera este libro fue la presentación en sociedad de nuestra organización.


[3] Este es el título de uno de los blogs del autor de este discurso, al cual se puede acceder en http://enosaquiwilches.blogspot.com

[4] “¿Qu-ENOS Pasa? – Guía de La Red para la gestión radical de riesgos asociados con el fenómeno ENOS” (Bogotá, Diciembre 2007). También está disponible en inglés con el título “ENSO What?” (Bogotá, 2008).

[5] De los “Principios Orientadores” de la Corporación NASA KIWE (Popayán, 1994). La historia de este proceso está en el libro “En el Borde del Caos” de G. Wilches-Chaux, publicado en el 2000 por la Casa Pensar de la Universidad Javeriana. El libro se escribió con el apoyo del Fondo Nacional Ambiental y de la Fundación para la Comunicación Popular FUNCOP CAUCA.